Todas las mañanas, apenas me siento a desayunar, lo primero que hago es asomarme por la ventana. Giro la cabeza y miro hacia arriba, si está nublado intento convencerme de que no es tan grave. Pienso eso mientras tomo mi pastilla de Vitamina D con un vaso de multivitamínico sabor naranja.
Veo ventanas. Desde la ventana de mi cocina veo muchas otras. Como la medianera es baja también veo las del edificio vecino, que son más amplias pero con marcos viejos. Lo noto porque aquellas son de madera y las de este lado son de PVC y tienen ese sistema para abrirlas también por arriba, a modo de ventilete. Por el ancho de la abertura puedo ver el grosor de las paredes, que tienen como 40 centímetros, supongo que son para aislar el frío como también es el vidrio doble. El patio interno al que da es chico pero está bien mantenido. Tiene un arenero y un juego para niños: un caballito de madera verde con un resorte de base para balancearse; queda lindo pero nadie lo usa y a veces -sobre todo los días grises como hoy- me da un poco tristeza.
Hay pocas plantas. En la pared de enfrente hay restos de una enredadera pero como es invierno solo le quedan algunas ramas, nervaduras que trepan hasta el sexto y último piso. Parece fuerte pero no lo voy a saber hasta que llegue la primavera y tal vez reviva. Hace pocos meses vivimos acá y ya entendí que las plantas en esta ciudad son cosa seria: en las casas suele haber muchas, la gente se esmera por tener un jardín y nosotros por contrato debemos regarlas, sobre todo los arbustos que hay frente a la ventana. Sin embargo, por más que lo hacemos, cada día aparecen más amarillos.
También hay tachos de basura, como 12, de distintos colores según el reciclable: azul, marrón, negro, amarillo y gris. Para llegar a ellos hay un camino corto en forma de ese con un leve desnivel hacia abajo, un intento de esconderlos para que no estén a la vista. Hay un cartel que explica cómo organizar las bolsas pero no lo entiendo. Y eso que reciclo hace más de 10 años, el tema es que acá las categorías son cinco y yo siempre separé en tres.
Hay bicicletas, en este momento cuento 16. Son más de las que deberían, lo sé porque el lugar para estacionarlas está completo y las demás están en otro rincón. La mayoría está sin traba, solo algunas tienen cadena. Como es un medio de transporte muy usado por lo general la gente tiene más de una y muchas veces las dejan abandonadas por ahí, atadas a un poste, apoyadas sobre una pared, tiradas en un parque. Son fáciles de reconocer porque están oxidadas, les crecen plantas o les falta alguna parte. Las de acá están en buen estado lo que sorprende porque las dejan a la intemperie en temporada de frío, que es bastante extensa.
En ningún lado hay rejas. Eso me genera una sensación de libertad que no viví jamás. Al principio fue raro para nosotros, tan acostumbrados a alarmas, puertas blindadas o con cerrojo. Cuando buscábamos departamento dimos con una esquina, era pura ventana, pero Tossu me dijo que no, que no estaba preparado para el choque cultural de vivir a la calle sin ninguna protección. El piso que alquilamos no es tan distinto: la habitación está en planta baja y da directo a los arbustos pelados, al arenero y al camino que baja a los tachos. La diferencia es que el miedo de que alguien pueda entrar ya no lo tengo. Cuando volvamos no sé cómo voy a hacer para normalizar el estado de alerta permanente en el que vivía. Me adapté demasiado rápido.
Pero también hay un costo. Para mí es el clima. Sobre todo en invierno, que si sale el sol es solo por unas horas, a veces menos de siete, es decir, amanece después de las 8 y cae cerca de las 4 de la tarde. Si trabajás en una oficina puede que no lo veas por varias semanas. A veces el cielo parece una espuma gris y espesa. Cuando está despejado, al revés de lo que esperaba, suele hacer más frío que los días nublados. Y si bien llueve seguido, es una llovizna tímida que no moja pero molesta, sobre todo si usás anteojos. Algo que sí me gusta es que casi no hay humedad. Tampoco hay tormentas, al menos como las que yo disfrutaba, esas que se anuncian con truenos -hasta relámpagos- y después rompen en lluvia torrencial.
A veces no llega a ser completamente de día sino que hay una resolana a lo lejos, como si el sol estuviera en otro lado y acá llegaran las sobras. Supongo que para compensar esa falta de luz natural, el edificio está pintado de un beige muy suave. Leí que en verano es al revés, que el sol se pone pasadas las nueve pero ahora en invierno nunca entra directo a nuestro departamento, solo alcanza a los pisos altos.
Para paliar los efectos del invierno, la gente tiene tips que van desde tomar suplementos, viajar a la playa, hasta hacer fototerapia con una luz blanca que simula la sensación de la piel expuesta al sol. Es que su falta, además de hacer los huesos más frágiles y cambiar el humor, impacta en el nivel de energía. Como el cuerpo no reconoce que tiene que activar, segrega más melatonina -la hormona para dormir- así que físicamente estás más cansado. La clave -dicen- está en reeducar al cerebro y dejar de relacionar la luz con el día y la oscuridad con la noche.
Estar pendiente del sol me hace sentir ingrata. Siempre lo tuve ahí, de fondo, dándolo tan por sentado que no lo notaba. Buscarlo ahora que me falta es injusto. Qué fácil es valorar cosas cuando ya no las tengo. ¿Qué otras cosas tengo por ahí, de fondo sin apreciar, esperando perder para extrañar?
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