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EL SILENCIO ES VIOLENCIA





¿Dónde empieza la violencia de género?

¿Es lo mismo hombre que un macho?

¿Cuál es el primer recuerdo de maltrato al que una persona vuelve cuando quiere reconocer cuándo empezó el infierno?


Yo era chica. Estaba sentada en la cama de mis papás, mirando a mi mamá ir y venir entre el baño y el vestidor. Se probaba un pantalón, se ponía una remera, la cambiaba por una camisa, se sacaba el pantalón y ajustaba una pollera. Iba y venía. Caminaba apurada y buscaba cosas. Yo la miraba como si estuviera en el detrás de escena de una obra de teatro, como si estuviera descubriendo algo. Para ella era un día más, una parte de su rutina, un momento insignificante. Yo lo viví como una revelación. La miraba maquillarse, arreglarse el pelo frente al espejo, elegir los aritos, ponerse el perfume. Mientras hacía equilibrio sobre una pierna con una mano apoyada sobre la pared y con la otra acomodaba un taco, me dijo algo que entendí muchos años más tarde. Algo tan sutil que no comprendí en ese momento pero, a la vez, tan educativo que -por razones del inconsciente que desconozco- guardé en uno de mis cajones mentales de Revisar En El Futuro.


-Agustina, tené mucho cuidado a quién le mostrás tu intimidad, frente a quién caminás desnuda. Es una decisión tuya. Eso lo elegís vos y solo vos –dijo de reojo mirándose al espejo mientras yo la espiaba sentada sobre la cama.


Yo no sabía qué era la intimidad ni por qué me desnudaría frente a una persona. La frase fue sencilla y efectiva.


Por eso, ahora entiendo que esa educación temprana -con momentos como ese sobre distintos temas- hizo que lo natural, para mí, no tuviera nada que ver con la falta de decisión; o dicho de otra manera, con la violencia de no elegir libremente con quién compartir mi vida.


Me acuerdo la primera charla sobre menstruación; anticonceptivos y cuidados sexuales; sobre mi primera vez; el primer desamor; la primera vez que me depilé; mi primer complejo físico.


Entonces creo que la violencia empieza justamente ahí: en el silencio. En la falta de compromiso (¿y solidaridad?) que una madre -tal vez por el simple hecho de pertenecer al mismo género- de enseñarle a su hija a respetarse y naturalizar cuestiones que hacen al principio femenino; respeto que nace en ella, en aceptarse y reconocerse como mujer, y que termina en el límite que impone a otra persona para evitar cualquier tipo de violencia.


Y pienso en las mujeres que no tuvieron eso, que nadie les explicó; que no les dijeron que no tengan vergüenza de su cuerpo; o que no está mal indisponerse; que use siempre preservativo porque la queda embarazada es ella y, depende lo que decida, después es su cuerpo el que tiene que pasar por un aborto o un parto; que no le dijeron que las consecuencias físicas del embarazo son naturales.


Pero no, nadie les dijo nada porque acá naturalizamos lo artificial.


Entonces las siliconas están de moda; estar buena es más valorable que ser buena; hay que estudiar, trabajar y hacer tratamientos de belleza porque sino a-quién-te-vas-a-levantar; tenés que casarte/juntarte joven porque sino por-algo-será-que-estás-sola; no hay que preguntar mucho para no ser rompebolas; no usar pollera corta para no ser puta; hay que ganar bien pero no más que él porque no cualquier hombre se lo banca; hay que ser profesional pero tampoco tanto para no descuidar la casa y la familia; ser agradecida porque él-también-ayuda en las cosas de la casa como si hoy las mujeres solo “ayudaran” en la economía de la casa.


Entonces lo veo: una mujer herida es la máxima expresión del machismo, es el producto de su inseguridad.


La violencia es primero intención -amenaza, palabra, promesa- y después es acción -golpe, dolor, grito-. Pero antes, mucho antes, empezó el trauma, empezó en el momento en que esa mujer no pudo decir basta, no pudo elegir con quién acostarse o cuándo dejar de hacerlo, no pudo decir que no, no supo cómo parar la situación que la sobrepasó por completo.


¿Y por qué entonces no lo hace ahora? ¿Por qué no aprieta el boto de Stop de su realidad?

Tal vez por miedo, tal vez porque no sabe dónde va a dormir esa noche, porque piensa que no le van a creer, porque no puede mantener sola a los hijos de ambos, porque no quiere que el dedo índice de la sociedad la señale, porque tiene miedo de que nadie la quiera, porque cree que todos son iguales, porque ella igual es fuerte y tiene que aguantar por los chicos, porque en algún momento él va a cambiar o al menos se va a cansar, porque nadie se da cuenta todo lo que le duelen los golpes, sobre todo los psicológicos que no se ven.


Entonces ella aguanta.


Es muy pasado de moda decir que no somos iguales. Hombres y mujeres NO somos iguales. Por eso no creo en la igualdad sino en la equidad: en reconocer el derecho que mejor le conviene a cada uno según su necesidad. No necesitamos lo mismo. Somos distintos pero tenemos los mismos derechos. El problema está en que pretendemos que eso lo reconozca un género que confunde ser hombre con ser macho, ser fuerte con violento, ser simple con indiferente.


No somos iguales. Y esa diferencia va mucho más allá de la genitalidad. Esto sí que está pasado de moda, las formas físicas son sólo una expresión -de las miles y distintas formas que existen- de los principios femenino y masculino que todos los humanos tenemos en distinta medida. Por eso, lo físico -lo animal, lo visible- no nos determina: solo expone algo que no pudimos elegir, algo que nos tocó en la lotería natural.


Entonces definirnos según características que están sólo a la vista sería simplista en relación a lo complejo que es el humano y a los miles de años de evolución de la especie. Pero no somos reversibles y eso que somos, que pensamos, que sentimos parece que no contara.


Por eso, más de allá de mujeres, quiero que la marcha de hoy esté llena de hermanos, de padres, de abuelos, de novios, de hijos, de tíos, de amigos, de maridos: que esté llena de hombres. De hombres fuertes que no son agresivos, que contienen sin controlar, que creen en la paternidad como una obligación compartida, que a veces lloran, que no tienen vergüenza de dar un beso, que no creen que es de débil cocinar o barrer, que apoyan a su mujer para que estudie y trabaje; que creen que la sexualidad pasa por una actitud y no solo por un par de tetas; y que quieren -sobre todo- una mujer que se respeta y que exige la respeten.


Porque la única forma de que realmente haya #NiUnaMenos es que dejemos de confundir entre hombres y machos.



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